miércoles, 30 de mayo de 2012

EL PROYECTO DE DIOS REVELADO EN EL MISTERIO DE LA TRINIDAD

Cada vez que vamos a hacer oración, cada vez que iniciamos un acto litúrgico, cada vez que damos una bendición lo hace invocando la Trinidad: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero no se alcanzan ustedes a imaginar el enredo que se nos forma cuando tratamos de explicar que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres personas distintas y un Dios verdadero es el misterio que no logramos entender.  La mejor definición de este misterio la hizo San Agustín: “Aquí tenemos tres cosas: el Amante, el Amado y el Amor"; un Padre Amante, un Hijo Amado y el vínculo que mantiene unidos a los dos, el Espíritu Amor.

José Arregi también tiene una definición de la Trinidad que a  mi parecer nos ayuda a comprender el misterio, él dice: “Trinidad: el Dios vivo del amor. El Dios crucificado de la compasión, el Dios liberador de la vida, Dios en femenino, el Dios que rompe las cadenas, la compañía del Dios de la fiesta. Presencia cálida. Corazón amante. Palabra reveladora. Bondad transformadora. Espíritu creador en un mundo en evolución”.

Comprender el misterio del Amado, del Amante y del Amor es entender el proyecto de Dios. El Amado es el Dios vivo, el Amante es el Dios que se dona, el Dios que quiere a sus hijos libres, el Dios que viene para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn 10,10), el Dios que rompe las cadenas, el Dios que camina con el desprotegido, el Dios que oye el clamor de sus hijos, el Dios que ve la opresión de su pueblo y se compadece por su misericordia. El Espíritu amor es el vínculo que mantiene este dinamismo.

Trinidad es reconocer que el Padre es el que crea, que el Hijo es el que se une a todo lo creado y que el  Espíritu es el que dignifica TODO. Trinidad es el Dios Misericordioso que espera al hijo extraviado, el Dios Manso que carga el yugo pesado y que consuela a sus seguidores. Trinidad es el Dios Sembrador que esparce la simiente, el Grano que muere sepultado y el Aliento de Vida que todo lo renueva. TRINIDAD es el misterio de un Dios que es COMUNIDAD, PARTICIPACIÓN e INTERRELACIÓN.

En esta perspectiva, entender la trinidad no es una cuestión abstracta, sino una manera de vivir, no es una cuestión de razones, sino de una manera de relacionarme con los otros. ¿Quién entiende el misterio de la Trinidad? quien ofrece amistad, quien da ternura, quien construye humanidad, quien cultiva el perdón, quien promueve solidaridad, quien lucha por la justicia, quien acompaña en procesos de liberación, quien no vive en el egoísmo, quien se gasta por los demás, quien es capaz de dar vida y dar amor.

¿Cuál es nuestra misión? ¿Qué implicaciones trae para nosotros este misterio de la Trinidad? El evangelio de hoy nos dice: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Ser cristiano a la luz de este misterio es emprender la tarea de formar comunidades que comprendan que Dios es Participación, comunión e interrelación. Así que todos los que hemos sido bautizados con el misterio de la Trinidad estamos llamados a vivir construyendo comunidad, a luchar por la justicia y a acompañar procesos de liberación.

Hermanos y hermanas, hagamos posible otro mundo, vivamos y creamos en este misterio de la Trinidad, convirtámonos a la Luz del Amado, del Amante y del Amor en  signos de contradicción y edificadores de las condiciones que realmente transforman la realidad desde las raíces. Cumplamos el mandato que Jesús nos da hoy en sus Evangelio: “vayan por todo el mundo y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28, 19).

P. José Crisanto Alfonso Medina, CM

sábado, 12 de mayo de 2012

LA MUJER EN LA BIBLIA: DE LA OPRESIÓN A LA LIBERACIÓN



P. José Crisanto Alfonso Medina, CM.

La mujer en la Biblia es con frecuencia presentada como una oprimida. No sólo porque la Biblia es la historia de un pueblo repetidamente marginado y oprimido, sino porque dentro de ese pueblo la mujer vivió una situación de inferioridad radical.Es claro que muchas veces -más de las que quisiéramos- en la Biblia aparecen situaciones de inferioridad de la mujer, de la que necesariamente se sigue su opresión. Pero en el interior mismo de esa desigualdad surge el deseo, la exigencia y el camino de la liberación. Es necesario adentrarnos a fondo en el proceso general de opresión-liberación en el pueblo hebreo y en la primitiva comunidad cristiana para comprender el camino bíblico hacia la liberación de la mujer. El evangelio de Juan, se preocupa principalmente de presentarnos a Jesús como portador de vida (de vida en abundancia): “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10,10).No es posible entonces pensar que la mujer: oprimida y en situación de inferioridad, quede excluída de esta oferta.

1. La mujer en el Antiguo Testamento

En el mundo hebreo, y generalmente en todo el Oriente Medio, la mujer ocupaba una situación completamente subordinada. Las mujeres estaban excluídas prácticamente de la vida religiosa, algo tan importante para los hebreos. Ni siquiera estaban obligadas a observar todos los mandamientos, pues estaban relegadas en la trilogía mujeres-esclavos-niños, que les dispensaba de determinadas oraciones importantes. No podían estudiar la Escritura. Enseñar a sus hijas la Toráh era una pérdida de tiempo. Se pensaba entonces que las mujeres eran incapaces de recibir una instrucción religiosa.

En el templo las mujeres no podían colocarse en el mismo sitio que los hombres. Su patio se encontraba cinco escalones debajo del de los hombres; otro tanto sucedía en las sinagogas. Las mujeres estaban separadas por completo, a menudo relegadas a los últimos lugares. Su presencia no contaba, mientras que la de diez hombres bastaba para la celebración del culto. Los hombres, incluso los menores de edad, podían leer la ley y los profetas. Las mujeres no gozaban de semejantes prerrogativas.

Un rabino no podía dirigir en público la palabra a una mujer. Se decía en el Talmud que era preciso cada día dar gracias a Dios por tres cosas: "Te doy gracias por no haberme hecho pagano, por no haberme hecho mujer y por no haberme hecho ignorante". “Esta exclusión de la mujer se concretaba en prohibiciones numerosas. No podía hablar en la sinagoga, testificar en un proceso (salvo en contadísimos casos), ni participar en los banquetes cuando había invitados[1].

En la sociedad patriarcal la mujer dependía, para su subsistencia y también para definir su identidad, de un hombre. Por eso cuando quedaba viuda, la mujer era encomendada a su hijo. Es fácil entender entonces el que cuando una mujer no cuenta con un varón que se encargue de ella, esta se encuentra en total desamparo, si no es rica como en el caso de Judit. De ahí la exigencia radical de la ley mosaica de atender a las viudas y los huérfanos. Cuando los profetas insisten en “no defraudar el derecho de las viudas”, nos están mostrando el hecho de que una mujer, sin la sombra de un hombre, va a ser fácilmente sometida a la vejación: “no tiene quién saque la cara por ella” (1 Re, 17, 8-24).

También hay que entender a la mujer como madre, pues frente a un pueblo con expectativas de vida bajas: amenazados por las guerras, hambres, peste; pueblos en los que la mano de obra es indispensable y el recurso humano es escaso, se necesita pues que las mujeres tengan el máximo de hijos posibles.Como es normal en esta situación, la bendición de Dios se traduce en la posibilidad de mucha descendencia. Además los hijos son los que le dan a la mujer poder y en algunos casos una mejor ubicación social, es decir, la mujer israelita adquiere status en su descendencia y por ello la infertilidad es maldición de Dios. Desde esta misma perspectiva se debe entender la alegría de algunas mujeres estériles que acceden a la “bendición de la maternidad”, por medio de una intervención divina (1 Sa 1, 1-2,10).

Es indudable que la historia de la mujer en el Antiguo Testamento está marcada por una situación de opresión, pues son contados (pero muy significativos) los casos, en los que a lo largo de la Antigua Alianza, mujeres como Débora y Ester, a pesar de todas las condiciones de desigualdad, asuman un rol público de compromiso con el pueblo y con la historia, generando liberación y vida para ellas y para la colectividad. (Est 4,14-16)

2. Las mujeres en el Nuevo Testamento

En la época de Jesús, se podría decir que la situación de la mujer no había cambiado mucho, pues aún ellas no contaban para nada; debían incluso evitar en público la compañía masculina. "Las mujeres vivían en lo posible retiradas de la vida pública; en el templo sólo tenían acceso hasta el patio de las mujeres y respecto a la obligación de la plegaria estaban equiparadas a los esclavos. Los evangelios, sin embargo, cualquiera que sea la historicidad de los detalles biográficos, no tienen reparos en hablar de la relación de Jesús con determinadas mujeres. Lo cual quiere decir que Jesús se había liberado de la costumbre que imponía la separación de la mujer. Jesús, en efecto, no muestra ningún desprecio por las mujeres, sino que las trata con sorprendente naturalidad: unas mujeres lo acompañan a él y a sus discípulos desde Galilea a Jerusalén (Mc 15, 40); él mismo siente un afecto personal hacia algunas mujeres (Lc 10, 38-42; Jn 11); unas mujeres asisten también a su muerte y sepultura (Mc 15,40)”[2]

Es también corriente, en los últimos años, reconocer que la comunidad de Juan fue una comunidad en la que jugaron especial papel las mujeres. El texto del Evangelio de Juan nos da testimonio de una actitud radical de Jesús en favor de la igualdad y la participación de la mujer (Juan 8, 2-11); en este pasaje con la orden “El que no tenga pecado que le tire la primera piedra”. (8,7b), Jesús desmonta toda la tradición y la ley judía sobre el adulterio, tradición y ley discriminatorias para la mujer. Con esa misma frase condena a los hombres por su doble moral en asuntos sexuales, doble moral que atraviesa los siglos en nuestra civilización y que llega hasta hoy. Y con esa misma frase invita a la mujer a vivir diferente, a caminar en otras relaciones: nuevas, liberadas.

En el evangelio de San Juan, hay dos mujeres-paradigma, igualmente significativas para ver en ellas la evolución de liberación que adquiere la mujer a partir de Jesús; se trata de la Samaritana y María de Magdala. Por motivos de espacio, centramos la mirada sólo en la primera (Jn 4, 4-42).

Resaltemos dos detalles: primero, Jesús al iniciar el diálogo con esta mujer de Samaria, rompe sin más al menos dos tabúes vigentes en su pueblo; los rompe a su manera, de una forma sencilla, sin estridencias pero sin vacilaciones. Esta ruptura es fruto claro de una actitud interior que ha madurado en la reflexión y en la opción: Dirige la palabra a una mujer en público y charla amigablemente con ella a los ojos de todos, sin que medie para ello ninguna necesidad imperante; se trata de un diálogo prolongado y distensionado. No olvidemos que la prohibición de hablar a una mujer en público era tajante, mucho más tratándose de un maestro y Jesús lo era. La llegada de la mujer a sacar agua del pozo se convierte para Jesús en una llamada, una interpelación, y a su vez, la actitud de Jesús se va a convertir en una llamada al pueblo judío para la conversión, para el encuentro.

El segundo detalle importante está en el encuentro mismo entre Jesús y la mujer; no es un encuentro en el que lo que se “resuelva”, sea una enfermedad, una curación, un perdón, una necesidad cualquiera expresada por la mujer. Se trata por el contrario de un diálogo teológico. Rompiendo con aquello de que con las mujeres no se habla en la calle, con las mujeres no se discute la Escritura, no se discute la Torah, porque ellas son ignorantes. Pues bien, a esta mujer, “excluída”, rechazada por la ley y por el templo, Jesús la HACE digna de un diálogo teológico, de una revelación directa.

La mujer no asume pasivamente un rol “sosegada”, de esperar a que le sea dada la revelación, la mujer confronta, pregunta, discute. El texto nos presenta el diálogo entre dos tradiciones, la una representada en un hombre, la otra en una mujer; ambas tradiciones conscientes de sí, ambas tradiciones racionalizadas, ambas tradiciones en capacidad de confrontación. No se trata tampoco de una “dádiva generosa” de Jesús; la mujer con la que Él se encuentra es una mujer que es capaz de reflexión, de interrogación (la interrogación es la primera condición indispensable para el conocimiento).

Finalmente la mujer se convierte en apóstol y da a otros testimonio de Jesús. La samaritana en el diálogo, en la confrontación, en el encuentro personal con Jesús lo descubre como profeta, como Mesías, como Liberador y así lo transmite a sus coterráneos. Ese el punto para ver a la mujer liberada, en igualdad de condiciones al hombre. Con esa nueva dignidad, las mujeres son manos que se suman a la tarea evangelizadora. Por ello termino con lo que dice la teóloga María Dolores:

“Todas las manos son pocas para arrancar hostilidades e injusticias, para echar fuera las alimañas devastadoras de ambiciones, prepotencias y dominios, para recoger con cuidado y agradecimiento los frutos que sembraron las generaciones anteriores, para plantar cepas nuevas que no den ya agrazones de discriminaciones y opresión, sino racimos apretados que podamos comer todos, los del Norte y los del Sur, los del Este y los del Oeste, las distintas razas, las mujeres y los hombres[3]


[1]Cf. Monique Dumais: LAS MUJERES EN LA BIBLIA. Ediciones Paulinas
[2]Hans Küng:SER CRISTIANO
[3]María Dolores Alexaindre: MUJERES EN LA HORA UNDÉCIMA, Cuadernos Fe y Secularidad.